martes, 23 de febrero de 2010

INFORMACIONES HONDURAS ( nr. 411 ) 22 de febrero 2010

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El hermano Sandino, ¡vive!


voselsoberano.com | Domingo 21 de Febrero de 2010 22:50



Managua. Radio La Primerísima. | 21 febrero de 2010


Este 21 de febrero se cumplen 76 años del asesinato del General Augusto C. Sandino, a manos de la recién creada Guardia Nacional, bajo las órdenes de Anastasio Somoza y del embajador norteamericano de la época, e instigados por la oligarquía conservadora.

El escritor Alejandro Bendaña, uno de los más importantes investigadores de la vida, gesta, obra y pensamiento del Héroe Nacional, escribe que:

"Hay que valorar bien lo que significa una conmemoración nacional de Sandino. Es bastante lo que podemos celebrar este año todos los nicaragüenses sin distingos políticos. Celebrar el símbolo de Sandino, su ejemplo de arrojo y valentía, su patriotismo inclaudicable, su condición de héroe nacional, su capacidad de creer y generar fe en la causa de la soberanía nacional, y a partir de esa fe y fuerza moral enfrentarse como David contra los invasores. La personificación de la dignidad de Nicaragua.

No se necesita ser sandinista para conmemorar a Sandino, para sentir y exigir respeto para Sandino, para recordar a aquello pobres valientes soldados, hombres y mujeres, que le permanecieron fieles a través de los años y las penurias, de los bombardeos y del frío, en las montañas de Las Segovias.

¿Cómo no sentirnos orgullosos de un patriota que pudo capturar la imaginación y el respeto de la nueva generación latinoamericana de su tiempo, ameritando el reconocimiento de los pueblos y de la intelectualidad mundial, incluyendo a la de Estados Unidos? Sandino y su pequeño ejército loco hicieron resplandecer a Nicaragua. Fue la primera vez -pero no la última- que el nombre de Nicaragua se confundió con el de Sandino en la imaginación y el corazón de tantos ciudadanos conscientes en tantas partes del mundo.

Sandino permanece en nosotros. Porque en el momento en que el nicaragüense siente la imposición o la humillación externa, el racismo o el desprecio, el despojo de nuestra riqueza, el menosprecio de nuestras capacidades, en ese momento se nos sale el Sandino que todos llevamos dentro, llamémonos o no sandinistas. Mientras ése sea el caso, habrá esperanza para la patria de Sandino.

(...) Sandino nunca dejó de pensar y luchar, y de hacerlo de manera radical si los contrincantes se lo imponían. Y Sandino no le tuvo miedo a la palabra radical. Radical significa ser racional y directo en la búsqueda de la paz social, significa dirigirse a las raíces de un problema y no sólo a sus síntomas. Sandino supo que en la lucha contra la injusticia no se podía ser moderado. Y por eso el sandinismo tiene un quehacer radical, en el sentido más profundo, humanista y comprometido de la palabra.

Sandinismo significa la reapropiación constante, creativa y dinámica del socialismo ético de Sandino. Sandinismo significa innovación desde adentro, desde la izquierda, a partir de la articulación de ideas nuevas, y no renovación desde afuera, desde el anti-socialismo, con la reintroducción de viejas ideas de la derecha.

Sandino significa la creencia en el hombre y mujer como personas, y no la conquista de las masas o de electorados. Significa compulsión moral y no urgencia electoral. Significa ser como el General, que quiso tanto a Nicaragua que no quiso ser Presidente, ni Ministro ni Diputado. Significa poder decir no a los privilegiados y también a los privilegios. Significa pertenecer con orgullo a la izquierda, fuente de cuanto pensamiento humanista ha arrojado la historia moderna. Significa sentir la solidaridad con quienes sufren en cualquier rincón de la tierra, en Cuba, Chiapas, Chechenia o Bosnia.

Sandinismo significa el derecho de nuestros hijos a compartir el sueño de Sandino, el derecho de imaginarnos esa patria nueva sin hambre y sin miseria, sin intervención, como se la imaginó Sandino. Porque al fin y al cabo, el día que dejemos de soñar, de tener fe en la construcción de esa alternativa de dignidad, el día que permitamos que una nueva generación olvide a Sandino, ese día la alternativa de dignidad habrá dejado de existir. No, no es éste el discurso de los años ochenta. Es el discurso de hoy, de mañana, de siempre. Es el discurso de Sandino.
El caricaturista, historietista y escritor mexicano Eduardo del Rio (RIUS) publicó en 1987 una obra monumental, poco conocida en Nicaragua: «El Hermano Sandino». Como un homenaje al General de Hombres Libres, les ofrecemos esta obra en archivo pdf:

El periodista canadiense, William Krehm, en su libro «Democracia y tiranía en el Caribe», publicado en 1951, escribió: «Durante casi siete años, prácticamente sin ayuda ninguna, luchando con rifles capturados al enemigo y granadas de mano hechas con latas de sardinas llenas de piedras, resistió a la aviación y al equipo moderno de la marina norteamericana y de la Guardia Nacional de Nicaragua. Sus enemigos más encarnizados han rendido tributo a su fantásticamente bien organizado espionaje, una señal segura de que gozaba de las simpatías de la población. (...) Para la prensa norteamericana, con excepción de la liberal, era un bandido vulgar. Nunca antes o después las dos Américas habían estado tan discordes. Sandino, más que ningún otro hombre, dramatizó la desavenencia a que había llevado al Nuevo Mundo la diplomacia del dólar, inventada y manejada por Washington. Y al obrar así, preparó el escenario para la Era del Buen Vecino».

Durante aquellos siete años, entre 1927 y 1934, Augusto Nicolás Calderón Sandino cimbró al mundo entero con su tenaz lucha desigual contra el naciente imperialismo norteamericano.

A Sandino le cantaron, le escribieron cartas y poemas intelectuales de todo el mundo, se publicaron miles de noticias, análisis y comentarios de todo tipo. El General puso a Nicaragua en el mapa del conocimiento universal.

Un hombre en particular ha sido de notable importancia para que las siguientes generaciones conocieran el valor de la gesta de Sandino. Fue el argentino Gregorio Selser (1922-1991), un argentino que creció en un orfanato y durante sus 69 años escribió 47 libros y siete mil artículos de política internacional, denunciando la política del imperialismo norteamericano.

En 1958, el inolvidable periodista argentino Gregorio Selser publicó su segunda obra sobre Sandino, titulada «El pequeño ejército loco: Operación México-Nicaragua». El prólogo de aquella obra, lo escribió el inmoral poeta guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Premio Nóbel de Literatura en 1967.

En aquél prólogo, Asturias escribió que "Gregorio Selser es, por sobre todas las cosas, un trabajador intelectual honesto, sumamente honesto, y si algún pero cabría poner a su labor, sería la de ocultarse demasiado tras los materiales de que dispone para la composición de cada uno de sus valerosos libros. En esta forma, ajustándose a la verdad de la documentación de que disponía, le vimos emprender hace años, la preparación de una obra que se agotó enseguida «Sandino, General de Hombres Libres». En colecciones de diarios, en bibliotecas, en cartas a los amigos que vivían en la zona del Caribe, en todas partes, buscó Selser cuanto se había dicho en aquellos tiempos de la gloriosa gesta de Las Segovias. La dignidad de su empresa exigía una amplia base de antecedentes históricos, geográficos, políticos y sociales para sustentar en firme pedestal, la figura del héroe. Y esto lo consiguió con creces. Mas, como ocurre a menudo con los auténticos investigadores, que jamás están satisfechos de sus resultados, Selser siguió su búsqueda alrededor de la gesta de Sandino y por otra parte, publicado su libro, actualizada, contra la conjura panamericana del silencio, la obra de aquel invicto caudillo, empezaron a llegar a sus manos muchos nuevos documentos, muchos nuevos datos".

Y luego, el poeta guatemalteco hace un verdadero poema en prosa sobre nuestro General de Hombres Libres:


El nombre de Sandino, vuelve a desplegarse como una bandera en medio de la angustia de los pueblos, la desorientación de los dirigentes sin ojos hacia el pasado y la complicidad de cuantos entre nosotros se equivocan a sabiendas o por encargo. Vuelve a flamear en el extremo de la pluma de un hombre libre ‹Gregorio Selser‹ y qué mástil más enhiesto y más alto, el nombre de Sandino, vivo, excelso y reivindicador. Después de las batallas libradas en Las Segovias, de su Nicaragua entrañable, torna Sandino a luchar contra el panamericanismo del silencio, batalla que ahora hay que ganar y que ganaremos con escritores como Selser. Todo el que calle en la actualidad es cómplice del avasallamiento de nuestros países económicamente pobres y moralmente maltrechos. Nadie debe callar. Nadie puede callar.
¡Americanos todos, americanos de México, de Centroamérica, de las Antillas, de Sudamérica, no contribuyáis con vuestro silencio al crimen de agresión económica y militar, cuando es necesario a los intereses de los grandes consorcios, como en el caso de Guatemala, contra los pueblos de nuestro continente!

¡Tomad la bandera de Sandino! ¡Haced de cada libro, de cada periódico, de cada papel escrito, de cada radio, de cada canal de televisión, de cada pantalla cinematográfica, una voz que clame contra el silencio que se nos quiere imponer! ¡Hablad!

¡Hablad en las plazas, en las universidades, en todas partes, de ese General de América, que se llamó Augusto César Sandino! Gregorio Selser pone en vuestras manos, en esta nueva edición, ampliamente enriquecida con documentos inéditos, el pequeño guijarro que llevaba David.

Usadlo contra el panamericanismo del silencio, y que resuenen nuevas voces de juventudes alertas en las atalayas, pues la lucha de Sandino continúa.


Miguel Ángel Asturias

De la primera obra de Selser, «Sandino, General de Hombres Libres», que recuperó al Sandino auténtico, publicamos estos extractos sobre el origen de la lucha de Sandino:

(...) en razón de la lucha liberadora que emprendería un modesto hijo de la tierra, Augusto C. Sandino, guiado por la sola inspiración de su patriotismo. Sandino nació en el pueblo de Niquinohomo, departamento de Masaya, el 18 de mayo de 1895. Su padre, Gregorio Sandino era un pequeño terrateniente; su madre, Margarita Calderón, era una campesina con sangre de blancos e indios en sus venas.

Corrían los tiempos de Zelaya cuando terminó sus estudios primarios. En tanto sus hermanos realizaban estudios superiores, él continuó con los de comercio, durante los cuales le sorprendieron los horrores de la "Guerra de Mena": con sus propios ojos vio conducir el cadáver glorioso de Zeledón; el fúnebre cortejo no estaba compuesto de deudos del héroe o de una multitud compungida, sino de los propios soldados vencedores, que paseaban ostentosamente el cuerpo colocado de través sobre un caballo, para escarmiento de quienes osaran imitar su rebeldía.

¡No imaginaba aún que su suerte no sería mucho más distinta!

Poco es lo que se sabe de su adolescencia y de los primeros años de su juventud. A su natural parquedad se unía una discreción acerca de su propia persona, que sólo desaparecía cuando la relacionaba con la lucha en que se vio posteriormente empeñado. Alguno que otro dato permite reconstruir esa época, durante la cual combinaba sus estudios con las tareas de campesino, de administrador de las fincas de su padre, o de transportista de los productos agrícolas a Granada, Masaya y Managua.

En uno de los entreveros de su juventud, se vio obligado a dar muerte a un hombre: según unos, por un insulto inferido a su madre; según otros; por razones políticas. Lo cierto es que Sandino se vio obligado a abandonar Nicaragua en 1921. En el mismo año se emplea en La Ceiba, puerto de la costa norte de Honduras, como guardaalmacén de mecánica del ingenio "Montecristo". Al año siguiente le encontramos ya en Guatemala, donde trabajaba como mecánico de los talleres que en Quiriguá tiene la United Fruit Company. De allí se traslada en 1923 a México, empleándose como mecánico en la Huasteca Petroleum Company, en Tampico.

Es en Tampico donde todo biógrafo debe comenzar a buscar el origen de su lucha posterior. (...)

En ese clima verificó Sandino sus primeras experiencias antiimperialistas. Precisamente allí donde residía la expresión de los intereses de Doheny, en la Huasteca Petroleum Company, fue donde Sandino hizo sus primeras armas sindicales; allí fue donde, al contacto con el movimiento obrero mexicano, fuertemente sacudido por las alternativas de la disputa que amenazaba degenerar en guerra, comenzó a madurar su inconsciente e innata rebeldía patriótica.

(...) La miseria de sus compañeros de trabajo, decretada por la Huasteca, debe de haber sido, sin duda, uno de los motivos determinantes de la resolución de Sandino, además de las discusiones ideológicas en las sociedades masónicas a las cuales se había afiliado; él mismo lo diría con sus palabras:

Esta misma intervención ha sido causa de que los demás pueblos de Centroamérica y México nos odiaran a nosotros, los nicaragüenses. Y ese odio tuve oportunidades de confirmarlo en mis andanzas por esos países. Me sentía herido en lo más hondo cuando me decían: "vendepatria, desvergonzado traidor". Al principio contestaba a esas frases que, no siendo hombre de Estado, no me consideraba acreedor a esos títulos deshonrosos; pero después vino la reflexión y comprendí que tenían razón, pues, como nicaragüense, yo tenía derecho a la protesta, y supe entonces que en Nicaragua había estallado un movimiento revolucionario. Trabajaba entonces en la Huasteca Petroleum Co., de Tampico; era el 25 de mayo de 1926. Tenía mis economías, que montaban 5.000 dólares. Tomé de esas economías 3.000 y me vine a Managua; me informé de lo que pasaba y me fui a las minas de San Albino, naciendo a la vida activa de la política, cuyos detalles todos conocen.

Así, esquemáticamente, se describe el comienzo de la gesta libertadora que conmovió a todo el mundo. Pero hay detalles que se omiten, como, por ejemplo, el de su encuentro con un grupo de obreros que desde la ciudad de León se dirigían en procura de trabajo a las mismas minas. En San Albino fue donde por primera vez tomó conocimiento de la miseria que padecían los trabajadores de su propia patria: pagados malamente con cupones sin valor adquisitivo fuera de las tiendas de raya pertenecientes a la misma compañía, naturalmente norteamericana; constreñidos a trabajar hasta quince horas por día; albergados en galpones donde debían dormir en el suelo; vigilados, odiados, expoliados, estos obreros fueron los primeros soldados en la lucha de Sandino contra la intervención.

Sandino se erigió, más que en jefe, en su guía; ejercía ascendiente merced al entusiasmo de que estaba revestida su íntima convicción antiimperialista; a sus conocimientos, algo superiores que los de sus compañeros y, sobre todo, a ese fuego interior que parecía agigantar el esmirriado cuerpo que sustentaba. A la persuasión política, Sandino agregó luego la decisión de índole militar: trescientos dólares de sus ahorros le sirvieron para adquirir las primeras armas a través de la cercana frontera de Honduras, con las cuales comenzó sus primeras escaramuzas en la zona serrana con un puñado de mineros.

Había madurado en él la resolución de expulsar de Nicaragua a los norteamericanos, que en tren de conquista habían ocupado todo el país y que para exasperación de sus compatriotas democráticos regenteaban como señores feudales. Por eso, al tener conocimiento de que Sacasa había recibido en Puerto Cabezas 700 toneladas de material bélico, resolvió entrevistarlo para requerirle armamentos para sus fuerzas. Embarcado en una canoa primitiva de las llamadas pipantes por los indios mosquitos, se dejó llevar por el curso del río Coco desde Las Segovias, arribando nueve días después a su destino. Al entrevistar a Sacasa, éste le instó a colocarse bajo las órdenes de Moncada, quien conocía a Sandino desde su niñez y era amigo y correligionario de su padre.

Moncada le recibió de mala manera, interrogándole sobre el destino que pensaba dar a las armas solicitadas. Sandino arguyó que su conocimiento de la zona de Las Segovias le facilitaría una eficaz defensa del territorio, lo que permitiría a los constitucionalistas marchar sobre la capital con la retaguardia cubierta. A pesar de la lógica del argumento, Moncada se negó a acceder a la solicitud de armas y expresó en forma despectiva dudas sobre las condiciones militares de Sandino. Sandino, no obstante, supo ver qué se escondía tras la negativa:

Sacasa, los miembros de su gabinete y sobre todo el propio ministro de guerra, Moncada, tenían ambiciones personales, y encontré verdaderas dificultades para conseguir los elementos que buscaba. Encontré gente dispuesta a ir a Las Segovias, pero para hacer méritos personales en provecho egoísta. Y como eran varios los que tal propósito tenían, siempre me fue difícil entenderme con los políticos. Mi buena fe, mi sencillez de obrero y mi corazón de patriota, recibieron la primera sorpresa política... Moncada negó rotundamente que se me entregaran lar armas que pedía. Así permanecí en la costa atlántica aproximadamente cuarenta días y pude darme cuenta de la ambición y desorganización que reinaban en y alrededor de Sacasa. Supe todavía más: que estaban tratando de organizar una expedición a Las Segovias hombro con hombro con los interventores norteamericanos, y hasta se me propuso que yo acompañase a Espinosa, siempre que aceptara hacer propaganda por el candidato a la presidencia que se me indicase.

El cándido Sandino se admiraba de las reservas que se establecían a su voluntad de lucha. La buena fe a la que él mismo se refería, le impedía comprender que tras el juego tortuoso de los políticos se escondían intenciones entreguistas, que a poco habían de tardar en salir a relucir. Moncada, en efecto, realizaba su propio juego, tratando de hacerse importante a los ojos norteamericanos. Cuando Latimer desembarcó en Puerto Cabezas, neutralizando la posición, completó la obra intimando a Sacasa la entrega de todas las armas que hubiera en su poder. Este no se hizo repetir la orden dos veces. Ocupándose nada más que de su persona y la de sus lugartenientes, aceptó el ofrecimiento de la Bragmans Bluff Lumber Co., compañía maderera norteamericana, para ocupar una de sus propiedades en Puerto Cabezas, en tanto su Guardia de Honor partía desorganizada hacia Prinzapolka.

Y mientras Sacasa quedaba bajo la amable vigilancia de Latimer, éste descargaba en el fondo del mar el armamento secuestrado, aunque no todo, según el mismo Sandino lo refiere:

Yo salí con seis ayudantes y conmigo iba un grupo de muchachas, ayudándonos a sacar rifles y parque, en número de treinta fusiles y seis mil cartuchos. La flojera de los políticos llegó hasta el ridículo y fue entonces cuando comprendí que los hijos del pueblo estábamos sin directores y que hacían falta hombres nuevos. Llegué a Prinzapolka y entonces hablé con Moncada, quien me recibió desdeñosamente, ordenándome que entregara las armas a un tal general Elíseo Duarte... Sucedió que en eso llegaron el ministro Sandoval y un subsecretario Vaca, y ellos consiguieron que se me dejaran los rifles y la dotación correspondiente de cartuchos.

El 2 de febrero de 1927, Sandino estaba de nuevo en Las Segovias. Aquel gesto del "grupo de muchachas", que no eran sino las pobres mujeres de vida pública del puerto, conmovió aun más el espíritu de los soldados que aún servían en las filas del quisling. Las defecciones se sumaban rápidamente. Ahora el ejército sandinista, iniciado con una primera partida de 29 hombres, contaba con una fuerza de 300 soldados entre oficiales, soldados y niños, pues también hubo niños que solicitaron un lugar en la primera guerra emancipadora, los famosos palmazones cuya utilidad no era nada despreciable.

Así, de pueblo en pueblo, la pequeña columna comunicaba el ardor de la resistencia, invitando a la lucha contra el "gringo invasor". Los pequeños cuarteles se tomaban tras breves escaramuzas, y los vencidos eran invitados a engrosar con armas y bagajes las filas de Sandino. Movidos por una oscura intuición libertaria que animaba el ideal que su jefe les contagiaba, eran los portavoces de la dignidad nacional de la patria de Rubén Darío, y representaban en esencia los anhelos de liberación de todos los pueblos de Iberoamérica. La raza secularmente aherrojada hablaba por la boca de sus fusiles o por la de su iluminado conductor, Augusto César Sandino.

Esa exigua tropa estableció su base de operaciones en San Rafael del Norte, a un día de viaje de la ciudad de Jinotega, capital del departamento del mismo nombre. Y en tanto el general Moncada remontaba el Río Grande en procura de Managua, llegando a Matiguás por el lado de Matagalpa, Sandino se fortificaba en Yacapuca, cerro situado entre San Rafael y Jinotega, donde le alcanzó la noticia de que el general Francisco Parajón, jefe liberal, había sido derrotado en Chinandega y su ejército huía hacia El Salvador. Hacia allí se puso en marcha Sandino, obteniendo a los dos días su primer triunfo en San Juan de Las Segovias. Desde esa plaza partió hacia El Ocotal, que el enemigo había abandonado por consunción, encontrándose allí con el general moncadista Camilo López Irías. Escuchemos ahora a Sandino:

Convine con López Irías que él pasaría a ocupar Estelí, que estaba también abandonado por el enemigo, y que con mi gente tomaría a balazos la plaza de Jinotega. En El Ocotal dejamos fuerzas militares y autoridades civiles. López Irías logró acrecentar su columna, y pocos días después sorprendió al enemigo en el lugar llamado Chagüitillo, quitándole un valioso tren de guerra, que tardó poco en su poder, por habérselo arrebatado el enemigo con creces, al extremo de que quedó desorganizado y tuvo que huir a Honduras. El enemigo ocupaba las plazas de Estelí y Jinotega, y no había columnas organizadas del liberalismo ni en occidente ni en los departamentos del norte, a excepción de mi columna segoviana, que se encontraba impertérrita en San Rafael del Norte, no obstante que un general Carlos Vargas, perteneciente a la columna derrotada de López Irías, me aconsejaba huir de aquellos lugares, porque estábamos rodeados del enemigo. Vargas venía derrotado y acobardado como su jefe, y todo a pesar de estar viendo el heroísmo de mis muchachos, quienes acababan de derrotar al enemigo por uno de los flancos, arrebatándole provisiones y parque.

Con todo, los invasores proseguían la ocupación del resto del territorio de Nicaragua y auxiliaban a las fuerzas de Díaz y Chamorro, que se aprestaban a envolver a Moncada; este jefe, viéndose en situación difícil, resuelve recurrir entonces a aquel a quien no hacía mucho tiempo desdeñara, ordenándole concentrar sus fuerzas en Tierra Azul ‹donde él se encontraba‹ advirtiéndole que de lo contrario le responsabilizaría "del desastre que se avecinaba". De las acciones que siguieron no existe mejor historiador que el propio Sandino:

Por mi parte, hubiera volado para salvar al ejército liberal, pero mi columna era relativamente pequeña y teníamos que pelear a diario. Sin embargo, mandé ciento cincuenta hombres "chipoteños" al mando de los coroneles Simón Cantarero y Pompillo Reyes, quienes iban desarmados, apenas con ocho rifles mal equipados. Las instrucciones que les di fueron de ponerse a las órdenes del general Moncada y de esperar mi llegada, para reunirme con ellos. La fuerza salió, y esa misma noche marché a Yacapuca y Saraguazca, para proceder a la toma de la plaza de Jinotega.

A las cinco de la mañana del otro día, teníamos rodeada a aquella plaza... y pocos minutos más tarde se entabló el combate, que duró hasta las cinco de la tarde, con el triunfo de las armas libertadoras. Se restó al enemigo todo el elemento de guerra de que disponía en la plaza. Se había llegado a sentir terror por nuestra columna. Las mesetas de los cerros de Yacapuca y Saraguazca estaban sembradas de cadáveres, de los combates anteriores.

Integraban ahora la columna segoviana ochocientos hombres de caballería muy bien equipados, y nuestro pabellón rojo y negro se alzaba majestuoso en aquellas agrestes y frías colinas. Después supe que los ciento cincuenta hombres que destaqué fueron los que salvaron el tren de guerra de Moncada, que estuvo a punto de caer en poder del enemigo. Ya el "general" López Irías había desaparecido totalmente de Las Segovias, y en esos mismos días supimos que Parajón, de regreso de su viaje de turismo a El Salvador, trataba de reorganizarse en occidente. A efecto de auxiliarle, le enviamos una nota, invitándole a que viniera a Jinotega, para que juntos cooperáramos en la salvación de Moncada. Mi carta llegó a poder de Parajón, y en la primera quincena de abril de 1927 llegó aquél con sus fuerzas a Jinotega... Al día siguiente, dejando al hoy satélite de Moncada en posesión de la plaza de Jinotega, marché con mis ochocientos hombres de caballería a libertar a Moncada del cerco en que le tenían las fuerzas del gobierno de Díaz. Moncada había abandonado hasta los cañones, dado el empuje abrumador del enemigo.


Sigue luego el relato de la acción donde liberó a las fuerzas de Moncada, las que a partir de ese momento tenían el camino abierto para apoderarse de Managua:

En el recorrido que hicimos desde Jinoteca hasta Las Mercedes, lugar donde estaba Moncada, tuvimos dos ligeros encuentros, uno en San Ramón y otro en Samulatí. En Jinotega se reunieron después de mi partida los "generales" Parajón, Castro Wasmer y López Irías (de los tres no se hace uno solo) formando una sola columna, con la que seguían de cerca mis pasos.

Una tarde de la última quincena de abril llegamos a El Bejuco, en donde hizo alto la cabeza de nuestra caballería, pues encontramos señales positivas de que el enemigo estaba a corta distancia. Efectivamente, teníamos al enemigo en frente. La caballería tomó rápidas posiciones, y al instante ordené al coronel Porfirio Sánchez que con cincuenta hombres de caballería tomara contacto con el enemigo. Al mismo tiempo manifesté a Parajón, Castro Wasmer y López Irías la conveniencia de que sus fuerzas se tendieran en línea de fuego, lo que hicieron al instante.

Diez minutos después se trabó entre nuestra caballería y el enemigo un ruidoso combate en el que participaron gran cantidad de ametralladoras de las fuerzas contrarias. Acto seguido ordené al coronel Ignacio Talavera, jefe de la primera compañía de nuestra caballería, que con las fuerzas a su mando protegiera al coronel Sánchez. Esperé la llegada de los mencionados Parajón, Castro Wasmer y López Irías, quienes llegaron a mi presencia sólo con sus ayudantes. Hice sentir a ellos mi opinión a la vez que mi propósito de ir en persona con mis ciento cincuenta muchachos. Los "generales" quedaron en el lugar en que me encontraron y yo marché. A poca distancia y entre montañuelas me encontré con mi gente llena de entusiasmo por haber capturado el cuartel del enemigo, que venía afligiendo a Moncada. Avanzamos hacia el hospital de sangre y encontramos muchos heridos... Tomamos un valioso botín de guerra, consistente en varios miles de rifles y muchos millones de cartuchos. Con eso acabó de equiparse la gente de Castro Wasmer.
A la derrota del enemigo siguió el estallido de entusiasmo de las tropas constitucionalistas, que en gran número deseaban abandonar las filas de Moncada, pidiendo a Sandino les permitiera ingresar a las suyas. Cuando éste entrevistó a Moncada, ya había sido precedido por Castro Wasmer, quien con lujo de detalles explicaba al jefe constitucionalista cómo "le costó hacer llegar a ese lugar a Parajón, a López Irías y a Sandino..." Posteriormente, ante la defección que cundía entre sus tropas, Moncada hizo leer una orden del día, prohibiendo la transferencia de soldados de una columna a otra, como medio de evitar que los soldados liberales continuaran afluyendo a las filas de Sandino.

No contento con esa medida, Moncada ordenó además a Sandino que ocupara la plaza de Boaco, que estaba supuestamente ocupada por tropas bajo su mando, lo que, como después comprobó Sandino, era falso, pues, según sus propias palabras, "en su despecho... su única intención fue la de que yo fuese asesinado por las fuerzas al mando del coronel José Campos, a quien Moncada tenía sobre el camino por donde debía pasar esa noche. Después que me comuniqué con el mencionado coronel, me manifestó que Moncada no le dijo nada de mi próxima pasada por aquel lugar, y que a eso se debió que la noche anterior me hubiera emplazado las ametralladoras, tal como lo hizo, porque creyó que se trataba del enemigo". Luego agrega:

Cuando llegué a las orillas de Boaco, donde creía encontrar fuerzas de Moncada, el enemigo nos recibió a balazos y me vi obligado a ocupar posiciones, desde donde mandé correo, expresándole a Moncada que en Boaco estaban reunidas todas las fuerzas conservadoras derrotadas por mí en Las Mercedes, y que diera sus órdenes, porque no era cierto que fuerzas de su mando, como me había dicho, ocuparan aquella plaza. El correo regresó manifestándome que Moncada había desocupado totalmente Las Mercedes, marchando para Boaquito. Regresé con mi gente y le seguí hasta alcanzarlo, y entonces fue cuando el coronel José Campos me contó lo que atrás dejo referido. En Boaquito me ordenó Moncada que ocupara el cerro El Común. Allí permanecí hasta el día en que Moncada ahorcó al partido liberal nicaragüense, en el Espino Negro de Tipitapa.

Esta última referencia hace alusión a la culminación de los turbios manejos de Moncada: cuando la victoria obtenida por Sandino en Las Mercedes había dejado expeditas las vías que conducían a la capital y provocado el pánico entre los traidores, Moncada retuvo sospechosamente a sus fuerzas en tareas diversionistas, hasta que jugó su carta decisiva con el único personaje a quien conocía de la época de la "Guerra de Mena" y que representaba para él una garantía en el desarrollo de sus ambiciosos planes: el coronel Henry L. Stimson, designado por Coolidge para poner fin a la guerra en Nicaragua.

Según Flagg Bemis ‹que en su libro gusta dar la sensación de cándido o de superficial cuando se refiere al imperialismo de su patria‹, "Stimson se dio cuenta en seguida de que la causa de las calamidades políticas de Nicaragua era la imposibilidad de realizar, en las circunstancias existentes, unas elecciones libres y sinceras...", para lo cual reunió a los dirigentes de las fuerzas contendientes ‹Díaz y Moncada‹ "y arregló una tregua. Tan convulsa y desgarrada estaba la casi expirante república que ambos dirigentes mostraron una magnánima disposición a detener la sangrienta lucha y dejar que Estados Unidos pacificara el país". Esta versión difiere de la del nicaragüense Salvatierra, luego ministro de Sacasa, para quien Stimson inició su gestión ordenando la comparencia de los jefes y poniendo a sus órdenes un destróyer, "que no corrió, más bien voló sobre las olas del Atlántico; raudo atravesó el canal de Panamá y llegó a Corinto con una rapidez nunca visto en aquellos mares".

Era visible el apuro en evitar que Managua cayera en manos de Moncada, quien, por su parte, también tiene una versión distinta de la de Flagg Bemis sobre su propia "magnánima disposición". 8 La entrevista se realizó en Tipitapa, bajo, bajo un espino negro, en la mañana del 4 de mayo de 1927. Sacasa envió como delegados a Rodolfo Espinosa, Leonardo Argüello y Manuel Cordero Reyes; participaron además de ellos el coronel Stimson, como delegado del presidente Coolidge y del presidente Díaz, de quien tenía plenas autorizaciones, el almirante Latimer, el ministro norteamericano Eberhard y el general Moncada, especialmente invitado.

Stimson manifestó en la reunión que no sólo estaba en juego la paz del istmo sino también el prestigio de su patria, en su calidad de garante del tratado de Paz y Amistad de 1923; que por tanto exigía el desarme total de la república, estableciendo que Díaz debía completar su quislingato hasta que nuevas elecciones, supervigiladas por los Estados Unidos, ungieran a su sucesor. La no aceptación de estas condiciones determinaría su imposición por la fuerza. Flagg Bemis acota que "los revolucionarios debían entregar sus armas, recibiendo cada hombre diez dólares del gobierno de Díaz al entregar su fusil para que quedara bajo la custodia de Estados Unidos; y se establecería una fuerza de policía nicaragüense instruida y mandada (el subrayado no es nuestro) por oficiales de Estados Unidos (como se había hecho en la República Dominicana y se estaba haciendo en Haití)..." La carta confirmatoria de Stimson a Moncada es perfectamente clara:

"Tipitapa, 4 de mayo de 1927. Señor General José María Moncada, Estimado General: Confirmando nuestra conversación de esta mañana tengo el honor de comunicarle que estoy autorizado para declarar que el Presidente de los Estados Unidos tiene la determinación de acceder a la solicitud del Gobierno de Nicaragua para supervigilar la elección de 1928; que la permanencia en el poder del presidente Díaz durante el resto de su mando se considera como indispensable para dicho plan y se insistirá en ello; que el desarme general del país es también necesario para el buen éxito de esta decisión y que las fuerzas de los Estados Unidos serán autorizadas para hacer la custodia de las armas de aquellos que quisieran entregarlas incluyendo las del Gobierno y para desarmar por la fuerza a aquellos que se nieguen a hacerlo. Con todo respeto, Henry L. Stimson."

Los comisionados de Sacasa respondieron que no tenían instrucciones para aceptar o rechazar las condiciones propuestas. En carta que enviaron a Moncada al día siguiente, 5 de mayo, manifestaban que "...por el nuevo e injustificable atentado que se intenta cometer contra el honor de nuestro Gobierno y la dignidad de nuestra República... por lo que pueda convenirle, repetimos a Vd. en la presente que estamos plenamente autorizados y tenemos instrucciones del presidente Sacasa de no aceptar ninguna solución que tenga por base la continuación del señor Díaz en el poder".

Pero Moncada, que hasta ese momento seguía siendo ministro de guerra de Sacasa y la cabeza visible de la resistencia, traicionó no sólo a su jefe, sino a la causa de Nicaragua, tal como lo registrarían los acontecimientos posteriores y, en tal momento, la observación de Salvatierra: "El coronel Stimson y el general Moncada, separándose de los otros tres, hablaron para ellos solos y de allí resultó que sin convenir en nada con los delegados, todos se fueron a Managua, inclusive el general Moncada. Por fuerza de lógica todo indicaba que este jefe había convenido la paz con Stimson, bajo la indicación de que él sería el futuro presidente". Había resuelto traicionar a los suyos, a cambio del visto bueno de Washington en sus aspiraciones presidenciales. El periodista Belausteguigoitía, que le conoció presidente, señalaba que a Moncada "corresponde, por antonomasia, el nombre de cínico"; que llevando "sobre sí el aire dionisíaco del viejo fauno, amigo del buen vino y de las buenas mozas..., su vida tiene de todo, quizá del zorro, pero de ninguna manera del león... y aunque en el ocaso de su vida, precisamente ahora, construye en el pueblo donde habita alguna escuela u hospital, la voz pública dice, por lo bajo, que antes hizo los pobres..."

Para abundar algo más en lo de la entrega, aclaremos que curiosamente, el quisling Díaz había comenzado a desarmar a los suyos aun antes de que Moncada pactara con Stimson. Y más curiosamente aun: tal como lo refiere William Krehm, corresponsal de Time, "Moncada permitió ocupar las alturas que dominaban Tipitapa a los marinos de Estados Unidos, sin conocimiento de su plana mayor... para convencer a aquellos que en sus filas pudieran considerar su pacto como una traición". Moncada convenció a los jefes constitucionalistas a deponer las armas, premiando a cada soldado que entregara su rifle con la suma de diez dólares, la propiedad del caballo que montara y un overall (según Moncada, lo del overall era calumnia).

El mismo día en que los representantes de Sacasa informaban a Moncada su resolución de no aceptar las condiciones de Stimson, aquél enviaba un memorial al Departamento de Estado rechazando formalmente toda responsabilidad por el derramamiento de sangre "que pueda resultar de la ejecución del edicto de paz por los jefes norteamericanos". Y agregaba:

Emprendí la defensa de la Constitución, la ley y los derechos ultrajados del pueblo de Nicaragua contra la violencia armada de la fracción Chamorro-Díaz, debido a la actitud de neutralidad en la contienda nicaragüense asumida por el Departamento de Estado; si los defensores de las autoridades constitucionales hubieran sabido que las protestas de neutralidad proclamadas en Washington repetidas veces desde el golpe de Estado de Chamorro hasta después del establecimiento del gobiernoconstitucional en Puerto Cabezas carecían de seriedad y no debían aceptarse en buena fe, se hubieran visto obligados a continuar su labor política por los métodos cívicos y pacientes a que han estado dedicados desde la primera intervención armada en favor de Díaz en 1912.

Contrariamente al tenor de los informes semioficiales de Managua, no he dado mi consentimiento a las condiciones de paz de Mr. Stimson. En consecuencia, y no obstante la acción de las fuerzas navales de los Estados Unidos, sólo me veré obligado a suspender las actividades militares cuando obtenga el convencimiento de que así serviré mejor los intereses del pueblo de Nicaragua, presa sin remedio, en las garras de un poder extranjero.

Este curioso documento, mezcla de sumisión y de pleitesía revestidos de coraje cívico, es la última tentativa decorosa de Sacasa para recuperar el poder. A partir de entonces, los hechos consumados le "convencerían" de la conveniencia de colaborar con Moncada. De esa manera, no resultó sorpresa alguna el que Manuel Cordero Reyes, uno de sus emisarios renuentes a la Paz del Espino, ocupara el ministerio de Relaciones Exteriores cuando Moncada, en 1º de enero de 1929, asumió la presidencia.

Porque, como era de esperarse, Moncada fue candidato en los comicios celebrados en 5 de noviembre de 1928, comicios celebrados de acuerdo con una ley electoral elaborada por el genial Franklin A. Mc. Coy cuyas prescripciones son notables por las características de nación conquistada que acuerdan a Nicaragua.

Como era de esperarse, tanta preocupación norteamericana tenía su equivalente en dólares. Fue así que Moncada "tuvo que hacer" un empréstito de más de un millón y medio de dólares, "el cual fue invertido en gran parte en el pago de la Misión Electoral que llegó al país y en rezagos que había dejado el Gobierno de don Adolfo Díaz".

Volvamos por un momento a los comienzos de la gesta de Sandino. Estamos en los últimos meses de 1926. El ex-mecánico de la Huasteca y ahora ex-minero de San Albino ejercita a sus escasamente ciento cincuenta hombres en el manejo de las armas y en la táctica de las guerrillas. Les enseña a apreciar el valor de la posición del sol, de la velocidad y dirección de los vientos, del arte de camuflar una posición así como la habilidad de aprovechar cada árbol, cada hondonada, cada pliegue de terreno en una trinchera, cada pantano en una trampa.

Son conocimientos que Sandino no tuvo ocasión de adquirir en escuela militar alguna. Nacían de su profundo conocimiento de la tierra que le vio nacer, de los juegos de su infancia, de su contacto con las modalidades de los indios niquiranos, poseedores de particulares medios de comunicación entre las anfractuosidades serranas, que largos siglos de ejercicio tornan perfectos. Aunque existen comunicaciones telegráficas entre las poblaciones importantes de Las Segovias, en las montañas funciona el telégrafo indígena: señales con humo, con espejos, postas pedestres, agrupamiento aparentemente caprichoso de rocas en el camino o posición curiosa de un árbol, silbos o gritos que parecen escapar de las gargantas de aves o animales selváticos. Todo muy simple, pero no menos eficiente.

Aunque los hombres son pocos, las armas son menos todavía. El ingenio debe reemplazar a la técnica, la táctica primitiva a la estrategia militar. La honda puede no matar, pero sí vaciar un ojo, y una rama flexible de árbol es una honda gigante, capaz de causar estragos, perturbar la marcha de soldados o sembrar la necesaria confusión a cuyo amparo los ocultos tiradores puedan apuntar cuidadosamente. Un colchón de hojas de árboles caídas puede perfectamente ocultar un pozo, de la misma manera en que mediante diques de troncos y rocas se pueden modificar los cursos de agua señalados en los mapas de la región y desviar a los soldados enemigos hasta donde las guerrillas esperan su presa.

No era pues una casualidad que Sandino eligiera como cuartel general uno de los lugares más inaccesibles de Las Segovias, el cerro del Chipote, o El Chipotón, que junto con el nombre de Sandino figuraría al poco tiempo en la primera página de todos los diarios del mundo, y lo repetirían con entusiasmo y veneración todos los hispanoamericanos.

Entretanto, la tarea no era nada fácil. En el Chipote le fue alcanzada la primera notificación extranjera que llegara a sus manos: era una proclama del almirante Sellers informándole acerca de la ocupación del país por tropas norteamericanas, donde se le instaba a deponer las armas como contribución a la paz. Con la costumbre adquirida en sindicatos obreros mexicanos, Sandino hizo leer una nota a sus soldados y requirió democráticamente su opinión, haciéndoles notar los peligros a que se exponían en el caso de seguir a su lado. Sucedió así que "en vista de no hallar muchos hombres dispuestos a dejar el cuero" invitó a dar un paso al frente a quienes quisieran permanecer con él.

Veintinueve hombres dieron ese paso. Con él, sumaban treinta... ¡Buen ejército para luchar contra la intervención yanqui!, observa Belausteguigoitía. Y sin embargo, esos treinta hombres fueron el núcleo del ejército libertador de Nicaragua. Con ellos se dio la primera batalla en Jícaro, el 2 de noviembre de 1926. Treinta hombres mal armados enfrentaron allí a una columna de doscientos soldados de Chamorro; lo hicieron malamente, reemplazando con coraje lo que faltaba en armamento y preparación. Fue para Sandino una derrota afortunada, pues aunque debió retirarse no tuvo pérdidas entre sus hombres y en cambio las infligió a sus adversarios.

Siguió luego su aventura en Puerto Cabezas y en Prinzapolka, de la que ya hemos dado cuenta, y finalmente las acciones realizadas como subordinado de Moncada. Cuando éste consumó la traición de Tipitapa, obteniendo de Stimson ‹amén del espaldarazo presidencial‹ la restitución en sus cargos de los destituidos miembros de la Corte Suprema y la concesión al partido Liberal de las jefaturas políticas de cinco departamentos, reunió a sus jefes y oficiales para darles cuenta de su gestión de paz, y para comunicarles que el partido Liberal recobraría sus antiguos privilegios, de los cuales todos ellos participarían. Todos los generales aceptaron: Beltrán Sandoval, Escamilla, Parajón, López Irías, Pasos, Téllez, Caldera, Plata, Heberto Correa, Daniel Mena y Castro Wasmer.

Todos, menos Sandino. Sandino también había sido invitado a la Junta, pero cuando se hizo presente, a la hora convenida, todo había sido ya decidido. Al protestar del adelanto de la reunión o del horario posterior que se le había fijado, Moncada le manifestó que debía aceptar el desarme decidido, como subordinado suyo en grado militar y en jerarquía ministerial. Es famosa en ese sentido la respuesta de Sandino a la irónica pregunta de Moncada ("¿Y a usted, quién le ha hecho General?"): ‹"Mis compañeros de lucha, señor; mi título no lo debo ni a traidores ni a invasores"‹. Finalmente declaró que su actitud final en la emergencia sería resuelta en conjunto con sus guerrilleros y solicitó un plazo prudencial para su respuesta, que le fue acordado. Pudo así abandonar el campo sin tropiezos y preparar la resistencia, decisión que él mismo relata así:

Así entregó las armas Moncada. Comprendí que éste traicionaba los intereses de la revolución, pues así lo declaró el Dr. Sacasa, y comprendí también con amargura que eran defraudados los ideales del pueblo nicaragüense. No era posible que yo fuera indiferente a la actitud asumida por un traidor. Recordé en esos momentos las frases hirientes con que nos calificaban a los nicaragüenses en el exterior. Así pasé tres días en el cerro del Común, abatido, triste, sin saber qué actitud tomar, si entregar las armas o defender el país, que reclamaba conmiseración a sus hijos. No quise que mis soldados me vieran llorar y busqué la soledad. Allí, solo, reflexioné mucho, sentí que una voz extraña me decía: "¡Vendepatria!" Rompí la cadena de reflexiones y me decidí a luchar comprendiendo que yo era el llamado para protestar por la traición a la patria y a los ideales nicaragüenses, y que las balas serían las únicas que deberían defender la soberanía de Nicaragua, pues no había razón para que los Estados Unidos intervinieran en nuestros asuntos de familia. Fue entonces cuando publiqué mi primer manifiesto.

En ese primer manifiesto expresaría:

"Viendo que los Estados Unidos de Norteamérica, con el único derecho que les da la fuerza bruta, pretenden privarnos de nuestra Patria y de nuestra Libertad, he aceptado su reto injustificado, que tiende a dar en tierra con nuestra soberanía, echando sobre mis actos la responsabilidad ante la Historia. Permanecer inactivo o indiferente, como la mayoría de mis conciudadanos, sería sumarse a la grosera muchedumbre de mercaderes parricidas".